domingo, abril 1

cuento encantado

cuando monto el caballo de la agonía, cabalgo por horas enteras, completas en su transcurrir minucioso. en tanto cuatro veces escucho lo asieno, muerdo mis labios cortados por el frío, despotricando contra el reflejo marcado en papel fotográfico. junto a gatos negros camino bajo escaleras verticales y en el horizontalismo donde el mar y el cielo se unen, caen las estrellas florecidas en la noche madrugueña. en mis manos las atrapo y las hago volar por entre mis silbidos, sectas mistéricas de algún tiempo lejano, los cuales se repiten en el círculo de la perfección ovalada.

cansada de lamentar el amor, se levanta la mujer de ropajes blancos de negrura, cargando la lámpara que con gas ilumina la escalera del caracol. protestando, junta la lluvia del bosque con sus manos, entretanto aprovecha para alimentarse con la ilusión de sus hadas, espejismo sereno de ratas moribundas. en su viaje crea colores protestantes, dejando en su ingle el recuerdo de la máquina inservible, pues imposiblemente la satisface. en compañía de la superstición por sus roedores cadavéricos, manifiesta un abrigo de piel raquítica, cubierta por huesos y gotas de rojo. de manera oscura, saborea el fuego donde ha cocinado sus amigas aladas de bigotes sucios y cubre con el manto de su sed la garganta raspada por la flema de su catarro.

al toparme con el horizonte unificado, noto el vuelo de la dama de oscuridad iluminada, a su lado arrastra los restos de su campamento asesinado, hocicos amarrados a un cordón dorsal por un sueño maldito del querer amar. el concierto de la madrugada comienza al son de su grito vacuo y hunde en su vacío el colorido de su piel abrigada. el sol comienza a soltar rayos olorosos, luz quemada y azules de la quinta hora, así capta ella mi presencia, absorta en la poética de mi pensar.

sentada observo su sombra reflejada en el aire y ella nota mi visión dulce, plena de lágrimas aún no derramadas y de sangre aún no menstruada. mi infancia es el pasado de ella la mujer abandonada, olvidada a vivir muerta en el bosque encantado; encarna sus púpilas en mi cabello rizado mientras siente el cráneo calvo de su estancia; piensa sus senos al castrar mi pubertad; desmiembra su boca al besar mis labios y lanza sus deseos irascibles hacia mi propio desear.

aquí mi caballo agonizante se aterroriza por el aura de la mujer encantada, las ratas aladas prueban su cola larga de tiempo y éste azota refunfuñando las patas de su sostén. así, corre lejos de mí, olvidándome en el lago donde la noche y la mañana se convierten cíclicamente alrededor de la existencia. sola, me he convertido presa de la soledad, aquella la mujer con la lámpara apagada, inconsciente de su propia profundidad oceánica manchada de luz.

mi agonía se ha marchado, pero ahora me invaden los roedores de la mujer solitaria, pues busca transgredir mi inocencia para convertirse finalmente en mí. abro mis piernas y ella denota mis curvas floreadas, la primaveral razón de ser niña, y toca mi interior para poder adentrarse calladamente. con su lengua conoce cada rincón y pliegue de mis coyunturas, saboreando su propio sudor mientras se ahoga en el flujo hormonal de su postración frente a mi cuerpo.

finalmente, soy fundida en una cuando dos veces canta la quinta mañana del tercer mes encantado. soy el principio del final, aquel que nunca termina de cantar, ahuyentando el pasar de cualquier andar perdido. me convierto ahora en esa la voz apagada y esparcida como compañera del amanecer caído. con silencio, me acuesto a dormir suciamente para nunca más recordar quién fue la mujer de ropajes centenarios.

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